lunes, 25 de julio de 2011

El precio de llamarse Oslo

Noruega es uno de esos países de los que no se oye hablar demasiado. Quizá por ello un viaje al país escandinavo es tan sorprendente. No sólo por la inmensidad de su naturaleza, sino por lo mucho que tenemos que aprender de él.


Pasó de ser un país pobre a ser uno de los más ricos del mundo de la noche a la mañana tras el descubrimiento de sus reservas de petróleo y gas. Pero Noruega no es un país rico al uso. Prueba de ello es su poca repercusión mediática. Quizá precisamente porque sabe lo que es no tener nada también sabe comportarse teniéndolo todo.

Ha sabido administrar los ingresos procedentes de la exportación de sus recursos naturales haciendo gala de un altruismo del que muchos de los países que acaparan portadas de periódicos carecen.
Su capital, Oslo, acoge y da alojamiento gratuito a refugiados chilenos, somalíes, pakistaníes...
A esto se une su respeto al medio ambiente. A pesar de su riqueza, las carreteras principales del país -lo que podría ser aquí la A-6- son como una nacional Cuenca-Albacete.
Los menores que cometen un delito no son enviados a centros especiales, sino a cuidar y limpiar los jardines de las ciudades.
Es uno de los países más seguros del mundo. En sus calles es casi misión imposible ver un coche de policía.
Definiría Oslo con una palabra: armonía.

Noruega es, en definitiva, un país de pacifistas. Todos los premios Nobel se entregan en Suecia excepto uno: el de la paz. El propio Alfred Nobel hizo que dicho galardón se entregara en el Ayuntamiento de Oslo. No es casualidad.

Y todo esto sin hacer ruido.
El “pecado” noruego: ser un país ejemplar.
¿Qué nos queda entonces si incluso la tolerancia tiene enemigos peligrosos? ¿Si ni siquiera la generosidad nos salva?
Puede que si su actitud fuera la propia de un país rico no se hubiese ganado estos enemigos.
Breivik era un neonazi deseoso de acabar con la inmigración. De acabar con la convivencia. De cambiar la armonía por el caos.
Es el precio de llamarse Oslo.

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